
¿A ti no te lo han contado?
Pero si se susurra por todos lados pero ninguna se atreve hablar de ello de verdad...
Agosto 2019.
Recordamos aquella habitación en penumbra, el aire cargado con ese olor áspero a desinfectante que no conseguía tapar del todo la piel apagándose.
Éramos siete, todos en torno a la cama blanca donde yacía nuestro padre y el silencio era tan pesado que casi podía palparse.
Sosteníamos su mano, fría como el mármol.
De pronto, su pecho se levantó con un esfuerzo casi imperceptible, un último aliento que se escapó sin aviso, como un hilo de humo que desaparece en la oscuridad.
Y entonces un vacío tan denso que incluso el acto de respirar dolía.
Durante semanas después caminamos como desconectadas, arrastrando los días con la sensación de que una parte de nosotras se había apagado junto con él.
Lo más insoportable no era la ausencia física, sino la certeza de que nunca habíamos conocido realmente al hombre detrás del padre.
Y ahora era demasiado tarde.
Esa puerta se había cerrado para siempre.
¿Sabes lo que se siente cuando alguien desaparece y descubres que, en el fondo, nunca lo conociste de verdad?
Una mañana fría de invierno recogiendo todos los recuerdos en la habitación del fondo, encontramos una puerta.
¿Siempre había estado ahí? - nos preguntamos.
O tal vez ella nos encontró a nosotras, no sabríamos decirlo con certeza.
Era pequeña y discreta, casi invisible en la pared, como esas entradas secretas que parecen formar parte de un edificio viejo y que una pasaría de largo si no estuviera mirando con atención.
Al cruzarla, nos encontramos en un pasillo estrecho, interminable, con paredes desnudas que parecían alargar la espera.
Y al fondo, como una promesa, brillaba una luz intensa que nos obligaba a seguir caminando.
Nuestros pasos resonaban en el silencio, marcando un ritmo que nos empujaba hacia adelante, hasta que, sin pensarlo demasiado, cruzamos el umbral
La sala era circular y estaba apenas iluminada.
En el centro, algo brillaba con fuerza: no era una simple llama, no era fuego como el que conocemos.
Era más bien una energía viva, vibrante, como si contuviera en sí misma la memoria de voces antiguas.
Alrededor del resplandor, un círculo de mujeres.
Algunas jóvenes, otras de edad avanzada, todas diferentes en apariencia pero unidas por un mismo gesto: la mirada fija en aquella luz.
No era una mirada distraída ni superficial, sino una presencia plena, como si hubieran recordado un secreto olvidado que nosotras todavía no entendíamos.
Entonces empezaron los susurros.
No eran frases dichas al aire, sino confesiones que parecían fluir desde lo más profundo de sus pechos.
Decían cosas como: “Por fin encontré el poder que llevaba escondido”.
Incluso una voz quebrada murmuró: “He dejado de ser invisible”.
Esas palabras se enredaban en la penumbra y, al escucharlas, sentimos como si nos estuvieran hablando directamente a nosotras.
Fue entonces cuando notamos las sillas vacías. Había muchas. Algunas con polvo acumulado, como si nadie hubiera vuelto a sentarse en ellas en años.
Una de las mujeres nos miró sin pestañear y respondió con calma: “Son de las que se fueron.Nadie recuerda ya sus nombres”.
Sus palabras nos recorrieron como un escalofrío, porque de pronto comprendimos que aquella desaparición era más temible que la muerte: era la condena al olvido.